En la costa sudoeste de Panamá, protegido por el golfo de
Chiriquí emerge, alejado de miradas indiscretas, el Parque Nacional de Coiba. Un
grupo de treinta y ocho islas que conforman un espectáculo natural, donde todavía,
puede soñarse con experiencias distintas.
Gracias a su pasado como colonia penal, los recursos del Parque
ofrecen con generosidad todo su esplendor, ajenos a las huellas históricas de
la codicia. Cada una de las islas ofrece una diversidad ecológica y marina que
las ha llevado a convertirse en Patrimonio de la Humanidad, acunadas por bosques
de madera tropical y playas de arena blanca.
El exponente de esta vida silvestre es la Isla de Coiba, que
con sus 50 hectáreas ,
representa la mayor extensión del Parque. De su corazón montañoso nacen
diversos cauces de agua dulce que transcurren entre la selva tropical, antes de
confundirse en el océano. El extremo norte de la isla es el más accesible pero
no por ello menos exótico. Multitud de intrépidos buceadores han convertido
esta zona en un lugar poco apto para cardíacos. Bajo las pacíficas aguas del océano
hombre y tiburón, osadía y poder, comparten silencio sobre un manto de
estrellas de mar.
Por su parte, el extremo sur se resguarda con su abrupto oleaje
de curiosas intenciones. Paraíso de surfeadores y especies salvajes, sólo puede
accederse a él gracias a la proximidad de otras islas.
Pero el secreto mejor guardado se encuentra en el lado este,
en la conocida como Bahía de las Damas. Sus aguas protegen uno de los arrecifes
de coral más extenso y desde tierra, pueden avistarse grandes grupos de ballenas
y delfines que merodean la isla empujados por las corrientes y mareas
cambiantes.
Un espectáculo señorial donde las fuerzas de la naturaleza se
entremezclan en un entorno tan poderoso como frágil.