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Dubrovnik está rodeada de murallas y fortificaciones que sirven de frontera entre las montañas y el mar. Con sus tejados rojos y baldosas blancas, la ciudad parece invitar a perderse por unas calles vetadas al bullicio. Sus imponentes miradores permiten avistar algunas de las mil islas que componen Croacia, como Sipan, Lopud o Kolocep, remansos de paz al abrigo de aguas límpidas.
Las múltiples iglesias y conventos renacentistas que dibujan la ciudad, enseñan al visitante los vestigios del terremoto del siglo XVII y de la “primavera croata”, recuerdo incómodo de la lucha por la independencia y por su propia identidad.
Pero Dubrovnik no es una ciudad nostálgica, sino que emana pasión por todos sus rincones. En el casco antiguo se celebra todos los veranos uno de los festivales más aclamados del mundo, cuarenta y cinco días de fiestas, teatro, conciertos y juegos, que reúnen a miles de personas al abrigo de las murallas.
Tradiciones y arquitectura, que muchos han querido comparar con la cercana Venecia. Y quizás tengan razón, Dubrovnik ofrece esplendor y discreción a partes iguales.
Cuerpo veneciano y corazón eslavo.
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