22 de abril de 2012

Tesoro panameño


En la costa sudoeste de Panamá, protegido por el golfo de Chiriquí emerge, alejado de miradas indiscretas, el Parque Nacional de Coiba. Un grupo de treinta y ocho islas que conforman un espectáculo natural, donde todavía, puede soñarse con experiencias distintas.
Gracias a su pasado como colonia penal, los recursos del Parque ofrecen con generosidad todo su esplendor, ajenos a las huellas históricas de la codicia. Cada una de las islas ofrece una diversidad ecológica y marina que las ha llevado a convertirse en Patrimonio de la Humanidad, acunadas por bosques de madera tropical y playas de arena blanca.
El exponente de esta vida silvestre es la Isla de Coiba, que con sus 50 hectáreas, representa la mayor extensión del Parque. De su corazón montañoso nacen diversos cauces de agua dulce que transcurren entre la selva tropical, antes de confundirse en el océano. El extremo norte de la isla es el más accesible pero no por ello menos exótico. Multitud de intrépidos buceadores han convertido esta zona en un lugar poco apto para cardíacos. Bajo las pacíficas aguas del océano hombre y tiburón, osadía y poder, comparten silencio sobre un manto de estrellas de mar.
Por su parte, el extremo sur se resguarda con su abrupto oleaje de curiosas intenciones. Paraíso de surfeadores y especies salvajes, sólo puede accederse a él gracias a la proximidad de otras islas.
Pero el secreto mejor guardado se encuentra en el lado este, en la conocida como Bahía de las Damas. Sus aguas protegen uno de los arrecifes de coral más extenso y desde tierra, pueden avistarse grandes grupos de ballenas y delfines que merodean la isla empujados por las corrientes y mareas cambiantes.
Un espectáculo señorial donde las fuerzas de la naturaleza se entremezclan en un entorno tan poderoso como frágil.

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